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HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA

 

EDAD MEDIA - LIBRO QUINTO - DOMINIO MUSULMAN

 

 

CAPÍTULO III


PELAYO. — COVADONGA. — ALFONSO

 

 

¿Era toda la España sarracena? ¿Obedecía toda a la ley de Mahoma? ¿Era en todas partes el Dios de los cristianos tributario del Dios del Islam? ¿Habían desaparecido todos los restos de la sociedad goda? ¿Había muerto la España como nación? No: aún vivía, aunque desvalida y pobre, en un estrecho rincón de este poco ha tan vasto y poderoso reino, como un desgraciado a quien han asaltado su casa y robado su hacienda, dejando sólo un triste y oscuro albergue, en que los salteadores con la algazara de recoger su presa no llegaron a reparar.

Desde la catástrofe del Guadalete y al paso que los invasores avanzaban por el interior de la Península, multitud de cristianos, sobrecogidos de pavor y temerosos de caer bajo el yugo de los conquistadores, buscaron su salvación y trataron de ganar un asilo en las asperezas de los montes y al abrigo de los riscos de las regiones septentrionales, llevándose consigo toda su riqueza mobiliaria, las alhajas de sus templos y los objetos más preciosos de su culto. Obispos, sacerdotes, monjes, labradores, artesanos y guerreros, hombres, mujeres y niños, huían despavoridos a las fragosidades de las sierras en busca de un valladar que los pusiera al amparo del devastador torrente. Los unos ganaron la Septimania, los otros se cobijaron entre las breñas y sinuosidades de la gran cadena de los Pirineos, de la Cantabria, de Galicia y de Asturias. Esta última comarca, situada en una extremo de la Península, se hizo como el foco y principal receptáculo de los fugitivos. País cortado en todas direcciones por inaccesibles y escarpadas rocas, hondos valles, espesos bosques y estrechas gargantas y desfiladeros, una de las postreras regiones del mundo en que lograron las águilas romanas, no muy dócil al dominio de los godos, contra el cual apenas cesó de protestar por espacio de tres siglos, parecióles a aquellas asustadas gentes el más a propósito para guarecerse con menos probabilidad de ser hostilizados, y para atrincherarse y defenderse en el caso de ser acometidos. Diéronles benévola acogida los rústicos e independientes moradores de aquellas montañas: y allí vivían naturales y refugiados, si no contentos, resignados al menos con su estrechez y sus privaciones, prefiriéndolas al goce de sus haciendas a trueque de no verse sujetos a los enemigos de su patria y de su fe. La fe y la patria eran las que los habían congregado allí. En el corazón de aquellos riscos y entre un puñado de españoles y godos, restos de la monarquía hispano-goda, confundidos ya en el infortunio bajo la sola denominación de españoles y cristianos, nació el pensamiento grande, glorioso, salvador, temerario entonces, de recobrar la nacionalidad perdida, de enarbolar el pendón de la fe, y a la santa voz de religión y de patria sacudir el yugo de las armas sarracenas. Los mahometanos por su parte habíanse cuidado poco de la conquista de un país, que sobre ser de difícil acceso, debió parecerles miserable y pobre en cotejo de las fértiles y risueñas campiñas de Mediodía y Oriente de que acababan de posesionarse, mucho más no sospechando lo que se ocultaba dentro de aquellas montuosas guaridas. Parece, no obstante, que bajo el gobierno del cuarto walí Ayub llegaron algunos destacamentos enemigos a la parte llana de Asturias, y que hallándola desierta, por haberse retirado sus moradores a lo más fragoso de sus bosques y breñas, se apoderaron fácilmente de las aldeas y puertos de la costa. Dejaron por gobernador en Gegio o Gigio (hoy Gijón) a un jefe que nuestras crónicas nombran Munuza, y que fue sin duda el Otmán ben Abu Neza de que hemos hablado en el anterior capítulo.

Faltábales a los cristianos allí guarecidos un caudillo de tan grandes prendas como se necesitaba para que los guiara en tan grande y atrevida empresa como la que habían meditado. La Providencia les deparó un noble godo nombrarlo Pelayo, hijo de Favila, antiguo duque de Cantabria, y de la sangre real de Rodrigo. Había sido Pelayo conde de los espatarios o sea de la guardia del último monarca; había peleado heroicamente en la batalla de Guadalete, y la fama de sus proezas, y la gallardía de su persona, y la nobleza de su alcurnia, todo contribuyó a que los asturianos se agruparan en derredor suyo y le aclamaran unánimemente por jefe y capitán de aquella improvisada milicia religiosa, de aquella grey de fervorosos cristianos, más provistos de entusiasmo y de fe que de armas y materiales medios para la defensa. Pelayo aceptó, a fuer de hombre religioso y de varón esforzado y amante de su patria, el difícil y honroso cargo que se le confiaba, y dióse principio a la obra derramándose aquellas gentes por las comarcas vecinas de Cangas de Onís, llamada entonces Canicas.

Llegó la noticia del levantamiento de los astures a oídos del walí El Horr, á tiempo que este se disponía a penetrar con sus huestes en la Galia gótica, y no dando grande importancia al levantamiento de Asturias, encargó a su lugarteniente Alkamah la empresa de sujetar los asturianos. Partió, pues, Alkamah con un cuerpo de ejército respetable, si bien es de sospechar que hayan exagerado su cifra los primeros cronistas españoles. A la aproximación de la hueste sarracena, no creyendo Pelayo conveniente esperarla en Cangas, se retiró con todo el pueblo hacia el monte Auseba. Las mujeres, viejos y niños, buscaron lo más fragoso de las breñas para cobijarse, mientras los hombres de armas se situaban en las alturas y colinas desde donde mejor pudieran ofender a los enemigos que se atrevieran a penetrar por aquellos desfiladeros.

Al otro extremo de un estrecho y sombrío valle al oriente de Cangas, que torciendo un poco hacia Occidente forma una cuenca limitada por tres cerros, se levanta una enorme roca de ciento veintiocho pies de elevación, en cuyo centro hay una abertura natural que constituye una caverna o gruta, entonces como ahora llamada por los naturales la cueva de Covadonga. Allí se retiró Pelayo con cuantos soldados podían caber en aquel agreste recinto, colocando el resto de sus gentes en las alturas y bosques que cierran y estrechan el valle regado por el río Deva, y allí esperó con serenidad al enemigo, contando más con la protección del cielo que con sus fuerzas. Noticioso Alkamah de la retirada de Pelayo, orgulloso y confiado, hizo avanzar su ejército encajonado por aquella cañada, no pudiendo presentar sino un frente igual al que oponían los refugiados en la cueva, quedando sus inmensos flancos expuestos a los ataques de los que en las colinas laterales se hallaban emboscados. Entonces comenzó aquel ataque famoso, cuya celebridad durará tanto como dure la memoria de los hombres. Las flechas que los árabes arrojaban solían rebotar en la roca y herir de rechazo a los infieles, mezcladas con las que desde la gruta lanzaban los cristianos. Al mismo tiempo los que se hallaban apostados entre las breñas hacían rodar a lo hondo del valle enormes peñascos y troncos de árboles que aplastaban bajo su peso a los agarenos y les causaban horrible destrozo. Apoderóse el desaliento de los musulmanes tanto como crecía el ánimo de los cristianos, a quienes vigorizaba la fe y alentaba la idea de que Dios peleaba por ellos.

Cuando Alkamah vio sucumbir a su compañero Suleiman, intentó ganar la falda del monte Auseba y ordenó la retirada. Embarazábanse unos a otros en aquellas angosturas. Levantóse en esto una tempestad que vino a aumentar el espanto y el terror en los que iban ya de vencida. El estampido de los truenos, cuyo eco retumbaba con fragor por montes y riscos, la lluvia que se desgajaba á torrentes, las peñas y troncos que de todos lados sobre los árabes caían, el movedizo suelo que con la lluvia se aplastaba y hundía bajo los pies de los que habían logrado ganar alguna pendiente, y que caían resbalados por aquellos senderos sobre los que se rebullían confusos en el valle, y que perecían ahogados en las desbordadas aguas del Deva, todo contribuyó a hacer creer que hasta los montes se desplomaban sobre los soldados de Mahoma. Horrible fue la mortandad: hay quien afirma no haber quedado un solo musulmán que pudiera contar el desastre: de todos modos el triunfo cristiano fue glorioso y completo; por mucho tiempo cuando las crecientes del río descarnaban las faldas de las colinas, se descubrían los huesos y armaduras de los soldados sarracenos. En medio de la vega de Cangas una capilla con la advocación de la Santa Cruz muestra todavía el sitio en que se atrevió ya Pelayo a atacar en campo raso a sus diezmados enemigos. Aconteció este famoso suceso en el año 99 de la hégira, 718 de Jesucristo.

Admiremos aquí los altos designios del que rige los pueblos y tiene en su mano los destinos de las naciones. El inmenso poder de aquellos godos, a cuyo pujante brazo no había podido resistir el coloso de Roma, de aquellos godos vencedores de cien pueblos, dominadores de España, de África y de la Galia, vióse reducido a un puñado de montañeses guarecidos en un rincón de esta Península, dentro de una cueva, capitaneados por un caudillo, en cuyas venas corría mezclada y confundida la sangre goda y la sangre española. Y del corazón de aquella gruta había de salir un poder nuevo, que había de luchar con otro pueblo gigante, y había de ser el fundador de un Estado que con el tiempo había de dominar dos mundos. Pelayo, cobijado en la caverna de Covadonga, se nos asemeja a la semilla desprendida de un árbol viejo cortado por el hacha del leñador, que encarcelada dentro del hueso ha de romperle, brotar, desarrollarse, crecer, fructificar y formar con el tiempo un árbol más lozano, robusto y vigoroso que el que le había engendrado, y cuyas ramas se han de extender por todo el universo.

Aunque el memorable triunfo de Covadonga se explique, como lo hemos visto, por sus causas naturales, preciso es no obstante reconocer en aquel conjunto de extraordinarias y portentosas circunstancias algo que parece exceder los límites de lo natural y humano. En pocas ocasiones ha podido ser más manifiesta para el hombre de creencias religiosas la protección del cielo. Por lo mismo no nos maravilla que los escritores de una edad de tanta fe lo dieran todo al milagro y a la mediación de la Virgen María, cuya imagen había llevado consigo Pelayo a la cueva. Las historias árabes refieren también el suceso con asombro, no disimulan haber sido horrible la matanza y hacen justicia al valor y a la audacia de Belay él Rumi (Pelayo el Romano), como ellas le nombraban. El gobernador de Gegio, Munuza, sabedor de la derrota de los suyos y de la muerte de Alkamah, no se contempló seguro en Asturias, y retiróse hacia la España Oriental. Algunas crónicas cristianas afirman haber sido alcanzado y muerto en la vega de Ovalle por el héroe mismo de Covadonga; acaso pudo creerse así entonces: mas este relato le contradicen los posteriores hechos de Munuza que en el precedente capítulo dejamos referidos. Quedó, no obstante, con esto todo el territorio de Asturias comprendido entre los montes y el mar, libre de soldados sarracenos.

En el entusiasmo de la victoria, los asturianos apellidaron rey a Pelayo: principio de una nueva monarquía, de la monarquía española; porque la religión y el infortunio han identificado a godos y romano-hispanos, y no forman ya sino un solo pueblo; y Pelayo, godo y español, es el caudillo que une la antigua monarquía goda que acabó en Guadalete con la nueva monarquía española que comienza en Covadonga. A la salida de esta célebre cueva hay un campo llamado todavía de Repelayo (síncope, sin duda de Rey Pelayo), donde es fama tradicional que se hizo la proclamación levantándole sobre el pavés; y nada más natural que este acto de recompensa de parte de aquellas gentes hacia el valeroso caudillo que las había conducido a la victoria, en el primer sitio en que pudo hacer alto el ejército vencedor. A una legua junto al pueblo de Soto se halla el Campo de la Jura, donde hasta el siglo presente iban los jueces del concejo de Cangas a tomar posesión de la vara de la justicia. Respetables y tiernas prácticas tradicionales de los pueblos, que recuerdan con emoción la humilde y gloriosa cuna en que nació el legítimo principio de la autoridad. O no conocieron los árabes toda la importancia de su desastre de Asturias, o entretenidos en la otra parte de los Pirineos en la empresa de apoderarse de la Septimania gótica, descuidaron reparar el contratiempo de Covadonga, o no tuvieron tropas que destinar a ello. Es lo cierto que una paz que parecía providencial proporcionó a Pelayo tiempo y quietud para poder dedicarse a la organización de su pequeño Estado. La fama de su triunfo fue atrayendo a aquel primer asilo de la libertad a los cristianos de las vecinas comarcas, que abandonando sus hogares y haciendas acudían ansiosos de aspirar el aire de la independencia y de vivir entre aquellos esforzados montañeses, que tenían la misma fe y hablaban la misma lengua que ellos. A medida que la población iba creciendo, y que la seguridad infundía aliento a los moradores de las montañas, iban descendiendo de las breñas y bosques a los valles y a los llanos. La necesidad y la conveniencia les prescribía ocuparse en desmontar terrenos incultos, en laborear los campos, en apacentar sus ganados, en edificar templos y casas, en ensanchar el recinto de sus pequeñas aldeas, y en aplicar cada cual su industria para irlas fortaleciendo; entre ellas debió ser una de las que recibieron más agregaciones la corta villa de Cangas, destinada a ser la capital de aquel diminuto reino. Natural era también, aunque las crónicas no lo digan, que Pelayo se consagrara en aquel período de paz a ejercitar a sus soldados en el manejo de las armas, y a dar a su pueblo una organización a la vez militar y civil, como lo es siempre la de los pueblos nacientes que conquistan su existencia por la guerra y tienen que sostenerla con la espada. No nos hablan las historias de nuevas batallas que tuviera que dar Pelayo. No hostilizado por los enemigos, fue por su parte muy prudente en no aventurarse a excursiones que hubieran podido ser peligrosas, y contento con haber formado el núcleo de la nueva monarquía, dedicado a consolidarla y robustecerla, reinó diez y nueve años, al cabo de los cuales murió pacíficamente en Cangas (737 de J. C). Los restos mortales del ilustre restaurador de la independencia española fueron sepultados en Santa Eulalia de Abamia (antes Velamia), a una legua de Covadonga, juntos con los de su mujer Gaudiosa.

Mientras esto pasaba en Asturias, habían acontecido en los últimos años del reinado de Pelayo sucesos importantes en la España musulmana. La derrota de los sarracenos en Poitiers, acaecida en 732, había reanimado a los cristianos de una y otra vertiente del Pirineo Occidental, que alzados en armas se dispusieron a resistir a los árabes al abrigo de sus montañas. En reemplazo del desgraciado Abderramán, muerto en la batalla de Poitiers, fue nombrado emir de España el anciano Abdelmelek ben Cotán, que bajo una cabellera emblanquecida por los años conservaba el vigoroso corazón de un joven. Habiendo hallado sus tropas abatidas bajo el golpe del hacha de Carlos Martel, las reanimó diciendo: «La guerra es la escala del paraíso : el enviado de Dios se gloriaba de ser el hijo de la espada, y reposa en el campo de batalla a la sombra de los estandartes ganados al enemigo. Los triunfos, las derrotas y la muerte, todo está en manos del Todopoderoso, que exalta hoy a los que había humillado ayer». Animados con esta arenga los guerreros árabes, dirigíanse con su anciano jefe a la Aquitania, ansiosos de vengar su anterior desastre y la sangre de Abderramán; mas al atravesar los desfiladeros de la Vasconia, encontraron a aquellos rudos montañeses preparados a atajarles el paso, y cayendo bruscamente sobre los musulmanes los obligaron a retroceder con gran pérdida y a replegarse sobre el Ebro. Segundo ejemplo que encontramos de resistencia de parte de los naturales de España a las armas sarracenas, todo en la cadena de los Pirineos (734). Costóle a Abdelmelek ser depuesto por el walí de África, a quien preguntaba ya el califa en qué consistía que saliesen tan desgraciadas todas sus empresas contra los hombres de Afranc.

El desastre de Abdelmelek infundió nuevo desaliento en las tribus de España; y el gobierno de Damasco nombró emir de esta tierra a Ocba ben Alhegag, cuya cimitarra se había distinguido en África en las guerras contra los berberiscos. Tenía también fama de justo y de severo, y a ella correspondieron bien sus actos de gobierno en España. Ocba se mostró inexorable con los dilapidadores y concusionarios; quitó las alcaidías a los caudillos acusados de avaros o crueles y llenó las cárceles de malversadores y exactores injustos. El delito más grave para este emir en un funcionario del gobierno, era el que oprimiese a los pueblos por saciar su codicia Ocba era en esto inflexible. Además de haber establecido cadíes o jueces para que administrasen rectamente justicia, ordenó que los walies organizaran partidas de seguridad pública para la persecución de los ladrones y bandidos: llamábanse esta especie de celadores kaxiefes (descubridores); institución parecida a la que posteriormente han adoptado las naciones modernas, bajo denominaciones diferentes, como cuadrilleros, miqueletes o gendarmes, acomodando su nombre y organización a las circunstancias y a la índole de cada gobierno y país. Ocba deslindó las atribuciones de las autoridades, empadronó todos los vecinos de todas las poblaciones, e igualó los tributos sin distinción de orígenes ni de creencias. Creó escuelas y las dotó con las rentas públicas: mandó construir mezquitas y oratorios, y dispuso que hubiese en ellas predicadores y maestros que enseñasen la religión al pueblo. Era el emir irreprensible en su porte, amábanle los buenos y temíanle los malos. Examinó la conducta de Abdelmelek, y no hallándole delincuente, le nombró comandante de la caballería con destino a la frontera del Norte. El mismo Ocba se encaminaba hacia el Pirineo para invadir la Aquitania, cuando en Zaragoza recibió órdenes del walí de África, en que le mandaba que sin demora se pusiese en camino para aquella tierra, donde los turbulentos berberiscos de Magreb con nuevas rebeliones amenazaban seriamente la autoridad del califa, y hacían necesaria la presencia de un caudillo cuyo alfanje había domado otras veces a los inquietos africanos. Obedeció Ocba, y regresando apresuradamente a Córdoba pasó a África con un cuerpo escogido de caballería (737).

Coincidió este suceso con la muerte de Pelayo, a quien sucedió en el reino por consejo y determinación de los generales su hijo Favila, que en un corto reinado de menos de dos años no hizo cosa digna de la historia, dice el cronista Salmantino, sino haber construido cerca de Cangas la iglesia de Santa Cruz que poco ha hemos mencionado. Era la caza la pasión favorita de este príncipe, y entregado a esta diversión pereció un día desgarrado por un oso que había tenido la imprudencia de irritar (739). Aunque Favila había dejado hijos, ninguno de ellos fue llamado a reinar, acaso por sus pocos años, y dióse la soberanía al yerno de Pelayo, casado con su hija Ermesinda, llamado Alfonso, hijo de Pedro, duque también de Cantabria y de la noble sangre goda. Era el nuevo príncipe hombre de ánimo esforzado, inclinado en la guerra, emprendedor y atrevido, y el más propio para mandar en aquella sazón al pueblo y gobernarle. Ardía ya Alfonso en deseos de acometer alguna empresa con los vencedores de Covadonga, y a este propósito comenzó a excitar el celo religioso y guerrero de aquellos moradores, exhortándolos a salir de sus estrechas guaridas y a emprender la guerra de agresión contra los infieles, en lo cual no hacía sino seguir los instintos de su natural belicoso y fiero.

Brindábale oportuna ocasión el estado en que los musulmanes se hallaban del otro lado de los Pirineos. Allá en la Galia llevaba Carlos Martel más de ocho años gastándoles las fuerzas con su prodigiosa actividad. Disputábanse con furor sangriento la posesión de la Provenza y de la Septimania. Marsella, Arles, Avignón, Nimes, Bézier, Narbona, todas las ciudades del Sur de la Galia de que se habían posesionado los sarracenos, perdidas y recobradas alternativamente por árabes y francos, eran teatro de las devastaciones del feroz Carlos, que en su furor de destruir pretendió hasta incendiar el maravilloso y colosal anfiteatro romano de Nimes. Guerra de exterminio era la que se hacía a los árabes por el Mediodía de la Francia. «Porque francos y sarracenos, dice con loable imparcialidad un historiador moderno de aquella nación, bárbaros del Norte y bárbaros del Mediodía, parecía competir en aquella época desastrosa en menosprecio de la especie humana; y aun en esta triste rivalidad los francos excedían en mucho a los árabes. Desapiadados éstos en el combate, pero tolerantes y humanos después de la victoria, tenían aliados y súbditos, mientras los francos no tenían sino enemigos, y nadie jamás aplicó tan duramente como ellos el voe victis de Roma». Así cuando la muerte sorprendió en 741, el furibundo jefe de la raza Carolingia,dominaba la Provenza, y tenía reducidos los árabes a Narbona y a la insegura posesión de algunas ciudades de la Septimania.

En África había conseguido Ocba sujetar a los inquietos berberiscos, derrotó muchas de sus taifas, y dispersó a los más rebeldes por el desierto. Pero el temor de nuevas insurrecciones le detuvo en África por espacio de cinco años, y cuando regresó a España la encontró en el mayor desorden. Durante su ausencia, los walíes y los gobernadores subalternos, más ocupados en guerras y rivalidades de raza que en el gobierno de los pueblos y en el progreso del Islam, no habían pensado en empresa alguna del otro lado de las fronteras. La discordia reinaba en todas partes. Sólo Abdelmelek había hecho esfuerzos por sostener el honor de las armas muslímicas, y acudido a reprimir las inquietudes de las fronteras. Ocba le dio las gracias por su celo y sus servicios, mas habiendo enfermado el emir en Córdoba, sucumbió sin haber podido hacer otra cosa que dejar el gobierno de España en manos de Abdelmelek como el más digno.

Completemos el triste cuadro que para los musulmanes ofrecía el estado de su imperio en África y España, cuando Alfonso I de Asturias se preparaba a hacer sus primeras excursiones.

Horribles guerras entre árabes y berberiscos habían vuelto a ensangrentar el suelo africano desde la salida de Ocba. Aquellas bárbaras, numerosas y turbulentas tribus berberiscas, caterva de salvajes de cetrinos rostros, ennegrecidos del sol, cubierta sólo su cintura con un delantal corto y grosero, siempre de mal grado sujetos, montados en ligerísimos caballos, perpetuamente rebeldes al yugo de los árabes, habíanse insurreccionado de nuevo, y vencido en dos mortíferas batallas las huestes árabes, egipcias y sirias, la una cerca de Tánger, en que veinticinco mil árabes con su jefe el anciano Koltum recibieron el martirio, la otra a las márgenes del Masfa, en que después de otra semejante y no menos espantosa carnicería, obligaron a un cuerpo de veinte mil sirios mandados por Baleg y Thaalaba a refugiarse en Ceuta, desde donde acosados por el hambre imploraron el socorro de sus hermanos de España. Negósele al principio el emir de Córdoba Abdelmelek; y a un piadoso musulmán, Zehiad ben Amrú, que de su cuenta les envió barcos con provisiones, le hizo arrancar los ojos y ahorcarle entre un cerdo y un perro para ignominia y afrenta y ejemplar escarmiento de los que imitarle pensaran. Mas noticiosos los berberiscos de España de los triunfos de sus hermanos en la Mauritania, revolucionáronse también contra el emir, especialmente los de Galicia, y marcharon los unos sobre Toledo, los otros sobre Córdoba. Encerrado por ellos Abdelmelek en esta última ciudad, llamó entonces él mismo a los sirios de Ceuta, y los hizo transportar a condición de que habían de reembarcarse cuando él lo creyera oportuno. Baleg, en el apuro en que se hallaba, aceptó todas las condiciones.

Vinieron, pues, los veinte mil sirios a España en una desnudez espantosa. Vestidos y armados que fueron, unidos a los árabes andaluces pelearon con los berberiscos y los derrotaron, vengando el desastre de Masfa. Mas cuando Abdelmelek no tuvo necesidad de ellos y en cumplimiento del tratado quiso hacerlos reembarcar para África, negáronse a ello abiertamente, los auxiliares se convirtieron, como de común acontece, en enemigos, pusiéronse sobre Córdoba, apoderáronse de Abdelmelek, y no olvidando Baleg su primera negativa de socorro, sin respeto a la blanca cabellera del anciano emir, impúsole el castigo que él había ejecutado en Zehiad, e hízole ahorcar entre un perro y un cerdo. Así los sirios se trocaron de miserables aventureros en señores de España, y aclamaron emir a su jefe Baleg (entre los años 742 y 743). No sufrieron los árabes andaluces que unos extranjeros les pusieran así la ley, y se revolucionaron. También Thaalaba, segundo jefe de los sirios, se negó a reconocer la elección de Baleg. La más completa excisión y anarquía se declaró en los ejércitos musulmanes. Vino a aumentar la confusión y el desorden el walí de Narbona Abderramán ben Alkamah, uno de los árabes más ilustres, que a la cabeza de un gran número de descontentos acudió desde la Septimania a medir sus fuerzas con Baleg. Encontráronse los walíes en los campos de Calatrava (Calat-Rahba), batiéronse cuerpo a cuerpo, la lanza de Abderramán atravesó el cuerpo de Baleg, derrotó su hueste y fue apellidado al Mansur (el victorioso). Reunió Thaalaba los restos del ejército sirio, se apoderó de Mérida (743), pasó a Córdoba y se hizo proclamar emir. Tal era el estado de desconcierto del imperio musulmán en la Galia, en África y en España.

Por su parte los cristianos del Norte, gallegos, cántabros, vascones y euskaros, mal sujetos a la dominación sarracena, apoyados los unos en sus vecinos de Aquitania, alentados los otros con el ejemplo de los asturianos, y animados todos con las discordias en que se destrozaban las razas y bandos del pueblo muslímico, hacían esfuerzos o por defender o por rescatar su independencia, y aunque sin concierto todavía ni combinación comenzaban a entenderse, porque los impulsaba un mismo pensamiento, los unía un mismo peligro, un mismo odio al extranjero, una misma fe.

Conoció Alfonso de Asturias todo el partido que de este concurso de circunstancias podía sacar, y resolvióse a levantar el pendón de la conquista y a ensanchar los reducidos límites de su reino, saliendo de los atrincheramientos rústicos a que estaba concretado. Compartió el mando de las tropas de la fe con su hermano Fruela, y con animoso corazón franqueó las montañas que dividen las Asturias de Galicia (742). O mal guarnecido, o abandonado entonces acaso este país por los sarracenos disidentes, Lugo vio con alegría ondear en su recinto el estandarte de los cristianos; Orense y Tuy recibieron con júbilo las bandas libertadoras de la fe: las ciudades de la Lusitania, Braga, Flavia, Viseo, Chaves, acogían con entusiasmo a sus hermanos de Asturias. Lástima grande que las crónicas no nos hayan relatado sino en conjunto la serie de las conquistas ejecutadas por el esforzado Alfonso, ni fijado con exactitud el orden de las excursiones, ni dado noticia cierta de las dificultades con que hubo de tener que luchar en su atrevida cruzada. Refiérennos grosso modo haber tomado, además de las expresadas ciudades, las de Ledesma, Salamanca, Zamora, Astorga, León, Simancas, Ávila, Segovia, Sepúlveda, Osma, Saldaña, Auca, Clunia y otras muchas de los territorios de Cantabria, Vizcaya, Álava, hasta el Bidasoa y los confines de Aragón, llevando sus armas victoriosas desde el Océano Occidental hasta los Pirineos, y desde el Cantábrico hasta las sierras de Guadarrama y últimos términos de los Campos Góticos que taló y yermó, recorriendo con sus triunfantes pendones una cuarta parte de la Península.

Suponemos que haría en diferentes años estas rápidas y gloriosas excursiones, las cuales por otra parte no podían ser conquistas permanentes: antes bien la devastación y el incendio iban señalando las huellas de la marcha de Alfonso. Los campos eran talados, desmanteladas las poblarciones, las guarniciones sarracenas degolladas, los hijos y mujeres de los vencidos llevados como esclavos, los cristianos mismos recogidos para poblar con ellos las comarcas de Cantabria, Álava y Vizcaya, menos expuestas a la invasión de los musulmanes. Sólo conservó y fortificó las ciudades de las montañas limítrofes a sus antiguos Estados, las que se prometía poder conservar. León y Astorga eran de este número. Un historiador árabe describe así las expediciones de Alfonso: «Entonces vino Adefuns, el terrible, el matador de hombres, el hijo de la espada: tomó ciudades y castillos, y nadie osaba hacerle frente; mil y mil musulmanes sufrieron por él el martirio de la espada; quemaba casas y campiñas, y no había tratados con él». Aterraban a los árabes aquellos rudos montañeses, con sus largas cabelleras, sus groseras mallas de hierro, armados de hondas, del dardo ibero, del puñal cántabro, de horquillas de dos puntas, de aguzados chuzos y de cortas y cortantes guadañas, precipitándose de las sierras sobre los valles y campiñas.

En las poblaciones que conservaba, iba Alfonso restableciendo el culto católico, reponiendo obispos, restaurando o erigiendo templos y dotando iglesias, lo cual le valió el dictado de Católico, que siglos adelante había de aplicarse a otro rey de España para seguir siendo apelativo de honor de los monarcas españoles. Para defensa y seguridad de las fronteras, en las quebradas y en los lugares más enriscados de las breñas y montes iba también erigiendo fortalezas y castillos, Castella, de donde más adelante habían de tomar su nombre dos provincias de España. Así empleó Alfonso los 18 años de su reinado, de modo que a su muerte, acaecida en 756, el reino de Asturias se extendía, aunque inseguramente y sin solidez, por toda la ramificación de los Pirineos desde Galicia y la Cantabria hasta la Vasconia. Murió Alfonso en Cangas y sus restos mortales fueron sepultados en el monasterio de Santa María de Covadonga que él había fundado donde fueron también trasladados los de Pelayo. Las crónicas cristianas cuentan los milagros que señalaron sus últimos momentos, y dicen que en su entierro se oyó a los ángeles cantar en armoniosos coros el salmo: Ecee quomodo tollitur justus.

Grandemente había favorecido al éxito de las correrías militares de Alfonso el anárquico estado en que los musulmanes continuaban, no más lisonjero que el que anteriormente hemos descrito. Cierto que en África el emir Hantala había logrado vencer y sujetar, momentáneamente al menos, la raza indomable de los berberiscos. Pero la idea de descargar el suelo africano de esta gente feroz y desalmada trasplantándola a nuestra Península vino a aumentar los elementos de discordia que ya pululaban en ella. Quince mil magrebíes fueron trasportados a España al mando del emir Hussán ben Dirhar, llamado también Abulkatar. Llegaron estos africanos a dar vista a Córdoba a tiempo que Thaalaba iba a degollar en las afueras de esta ciudad mil prisioneros berberiscos. Preparábase una inmensa muchedumbre a presenciar el horrible suplicio de aquellos infelices, cuando entre nubes de polvo se divisaron banderolas y turbantes y el brillo de fulgentes armas. A la llegada de Abulkatar se suspendió la sangrienta ejecución; los que iban a ser sacrificados fueron puestos en libertad, ordenó Abulkatar la prisión de Thaalaba, y encadenado le envió a África a disposición del emir (741).

Deseoso Abulkatar de poner términoa las ecisiones en que se despedazaban las diversas razas de los musulmanes españoles, e informado de que una de las causas más fuertes de las discordias era la repartición de tierras, aspirando todos a poseer las fértiles campiñas de Andalucía, y principalmente los árabes y sirios que se creían con derecho de preferencia en la repartición; como lo eran en la jerarquía religiosa, quiso por un medio ingenioso cortar todas las disputas, acallar todas las pasiones y contentar todas las voluntades, haciendo una nueva y general distribución de territorios, señalando a cada tribu aquellas tierras o comarcas que más se asemejasen a su país natal, y cuyo suelo y clima les suscitase más dulces recuerdos de su patria. Así a los de la Palestina les señaló el país montuoso de Ronda, Algeciras y Medina Sidonia, que podían recordarles su Líbano y su Carmelo: los que habían pastoreado en las márgenes del Jordán estableciéronse en Archidona y Málaga, a orillas del Guadalhorce, que corre como el Jordán entre pintorescos valles; asentáronse los de Kinserina en tierra de Jaén; algunos persas se quedaron en Loja; los de Wacita en los alrededores de Cabra; los del Yemen y Egipto obtuvieron las comarcas de Sevilla, de Ubeda Baza y Guadix; a otros egipcios les fue designada la tierra de Osonoba y Beja; los de Damasco no hallaron país ni cielo que les representara mejor los jardines y vergeles que rodeaban la corte de sus califas, que las márgenes del Genil y la vega de Garnathah y de Elvira, y adoptaron por nueva patria el país de Granada : a los árabes de Palmira les fueron señaladas las campiñas de Murcia y las comarcas orientales de Almería, que formaban la tierra de Tadmir. Por algún tiempo llamaron a Elvira Damasco, a Málaga Arden, a Jaén Kinserina, a Murcia Palmira, Palestina a Medina Sidonia, y así a las demás.

Estas adjudicaciones no se hicieron sin perjuicio de los cristianos, saliendo entre ellos el más lastimado en sus intereses el godo Atanaildo, que por muerte de Teodorico obtenía el señorío de la tierra de Murcia. Impúsole Abulkatar fuertes tributos para el mantenimiento de sus nuevos colonos, o creyéndose o suponiéndose desobligado el emir de guardar los convenios y estipulaciones ajustadas entre Teodomiro y Abdelaziz. Así fue desapareciendo aquel Estado que el valor de Teodomiro había sabido conservar enclavado entre los dominios musulmanes, sin que de él vuelva a hacer mención la historia.

Lo que se hizo para traer las tribus a una concordia vino a ser causa de disturbios mayores. Samail, joven sirio de ilustre cuna, pero de genio inquieto y díscolo, práctico en el ejercicio de las armas y astuto para tramar conspiraciones, alzó el estandarte de la rebelión so pretexto de que la tribu del Yemen, a que pertenecía Abulkatar, había sido la más favorecida en la distribución de los lotes. Adhiriósele Thueba ben Salemi, aunque yemenita, y juntos declararon una guerra cruel a Abulkatar y a las tribus de su partido. Nada puede dar mejor idea del extremado encono a que se dejaron llevar en esta guerra aquellas razas vengativas que la descripción que hace un historiador árabe de las batallas que se dieron cerca de Córdoba. «Fue, dice, como un duelo caballeresco entre dos ejércitos de quince a veinte mil hombres cada uno. No hubo lanza que no se rompiera, y los caballos heridos y sofocados por el calor, ni obedecían ya el dueño, ni podían moverse: echaron los jinetes pie a tierra, y arremetiéronse espada en mano la mayor parte rompieron también sus aceros, pero no por eso dejaban de combatir, los unos con el pedazo de alfanje que en las manos les quedaba, los otros hasta con puñados de arena y de guijo. Los que no hallaban con qué herirse se abrazaban cuerpo a cuerpo, se asían por la garganta, por los cabellos, luchando, haciéndose rodar por el polvo, sobre los cuerpos de los heridos, de los moribundos, de los muertos. Hacia el mediodía la victoria estaba indecisa, faltaban ya a todos las fuerzas...., cuando de repente vienen de Córdoba algunos centenares de hombres a mezclarse en la pelea. No eran guerreros, era un populacho tumultuoso de artesanos, de ganapanes, de carniceros, ávidos de sangre, armados de lanzas o de espadas, de hachas, de palos, de cuchillos o de piedras que en otra ocasión no hubieran excitado sino risa, pero que en la crisis en que la lucha se hallaba no tuvieron que hacer sino o prender o degollar»

Alzóse Thueba de resultas de esta batalla con el poder soberano de la Península: recompensó a Samail dándole el emirato independiente de Zaragoza y de la España oriental, pero los walíes de Toledo y de Mérida se negaron a obedecer al usurpador. Así se fraccionaba ya en pedazos el imperio fundado por Muza y Tarik. La anarquía, el desorden y la inseguridad eran tales, que hasta los labradores y pastores tenían que defender con las armas sus propiedades y ganados. Era esto en ocasión que Alfonso de Asturias paseaba los estandartes cristianos, desde la Lusitania hasta la Vasconia. Aprovechábase bien Alfonso del desconcierto de los musulmanes. En tan angustiosa situación las diferentes razas de árabes, sirios, egipcios, persas, yemenitas y berberiscos, por un natural instinto de conservación acordaron dar una tregua a sus rivalidades y reunir todas las fuerzas del Islam bajo la autoridad única y central de un emir. Congregáronse los más nobles jeques en Córdoba en una especie de asamblea general de los Estados musulmanes, y conviniendo en la necesidad de elegir un jefe bastante enérgico que administrara justicia por igual y los sacara a todos de aquel estado de anarquía, recayó la elección en Yussuf ben Abderramán el Fehri, noble coraixita y caudillo acreditado, que había sabido mantenerse extraño a todos los partidos, siendo por esta razón recibido su nombramiento con aplauso y contentamiento universal (746).

Dedicóse Yussuf a escuchar y satisfacer las quejas de los pueblos; arregló la administración, reformó la estadística, destituyó a los malos gobernadores, consagró la tercera parte de las rentas de cada provincia a la construcción de mezquitas y a la reparación de puentes y caminos, y dividió la España musulmana en cinco grandes provincias o emiratos cuyas capitales eran : Córdoba, Toledo, Mérida, Zaragoza y Narbona. De hecho el emir de España obraba ya con independencia del califa de Damasco, o era por lo menos una dependencia casi nominal. De ello se valió el ambicioso Ahmer ben Amrú, walí de Sevilla, para intrigar con el califa contra Yussuf y Samail a quienes aborrecía mortalmente. Descubrióse la intriga por una carta que le fue interceptada. Yussuf y Samail trataron de deshacerse de Ahmer y no pudieron lograrlo (753). Nuevas guerras civiles volvieron a ensangrentar los campos de la España musulmana, porque le fue fácil a Ahmer indisponer de nuevo a las siempre rivales y jamás bien unidas tribus. Pelearon, pues, otra vez encarnizadamente árabes, sirios, egipcios y mauritanos, y guerrearon entre sí los emires y walíes de Córdoba, Zaragoza y Toledo. Toda la España ardía en guerras civiles: todos sufrían: era un estado insoportable. Veremos cómo el mismo exceso del mal les inspiró el remedio.

 

 

CAPÍTULO IV

LOS OMMIADAS DE CÓRDOBA